12 feb 2015

INVISIBLES

La semana pasada estuve de visita en la maravillosa ciudad de Sevilla. Fuimos al centro a pasear, a mirar escaparates, a tapear y a quedarnos completamente enamorados de la ciudad. He de reconocer que hasta hace bien poco no me había atrapado aún esa magia que fluye en el ambiente sevillano. A pesar de no estar a demasiados kilómetros, nunca fui asiduo a visitar la capital andaluza. Recuerdo que de pequeño fui algunas veces, en una de aquellas ocasiones subí a la Giralda. Desde tal altura se puede ver toda la ciudad, me quedé alucinando. 
El otro día pasamos por una de las puertas laterales de la Catedral, y en el escalón, muerto de frío, se encontraba sentado un hombre de mediana edad con la mano extendida y un cartelito en el que explicaba su situación. Yo estaba enfrente, esperando a una persona, y mientras tanto observaba atónito la escena. Señores mayores, parejas con prisas, jóvenes pendientes del móvil, pasaban por su lado y ni siquiera lo miraban. Señoras de laca y permanente y grupos de turistas entraban en la Catedral, a escasos centímetros del pobre hombre y ni siquiera le dedicaban una mirada. Aquel hombre era invisible a ojos de todos aquellos individuos que paseaban por la acera o entraban a tan ‘sagrado’ lugar. Las personas que se echan a la calle a pedir por necesidad, no son de otra galaxia, nos demos cuenta o no, son como nosotros. La mayoría tuvieron un trabajo, una casa, una familia, y por circunstancias de la vida y del sistema en el que vivimos, se quedaron en la calle, viviendo entre cartones en cualquier plaza o cajero automático de la ciudad. Le puede pasar a cualquiera; a usted, que lee ahora mismo este periódico en el bar o al calor de su hogar, o a mí, que tecleo este artículo tranquilamente sentado en el sofá de mi casa. El hombre que resultaba invisible a según qué ojos, tenía un nombre, se llama Antonio y trabajó de fontanero, y en los últimos tiempos de albañil. Está divorciado y tiene un hijo al que no puede ver porque vive con su madre en Cataluña. A Antonio se le hizo la vida ruinas cuando perdió el trabajo, ahí empezó todo. 
Pero no hay que irse a Sevilla para encontrarse, cara a cara, con el drama de la crisis llevado a su máxima expresión. Lo vemos cada día en nuestros pueblos. Sin ir más lejos, estas pasadas navidades, en la puerta del Mercadona de Villamartín, me encontré a una madre y sus pequeños pidiendo comida a los clientes que iban saliendo del supermercado. No puede haber recuperación económica, por mucho que lo repita el Gobierno, mientras haya una sola familia que no tenga qué llevarse a la boca o un desempleado que tenga que salir a la calle a mendigar una limosna. 

Miguel Ángel Rincón Peña